Hoy voy a escribir de algo banal y de poca importancia coyuntural. No van a aprender ni a solucionar nada con estas palabras… Pero, a lo mejor, mis recuerdos los ayudan a ustedes a recordar algo que les de felicidad.
Y vaya que ahora la necesitamos un poco.
El primer hombre del que me enamoré en mi vida olía a Drakar Noir, tocaba la batería y manejaba un Mustang negro rasurado con spoliers y con un stereo de cassette (que se podía extraer del tablero) en el que oíamos música de Tears for Fears, Duran Duran y Rock 101.
Era el epítome de lo cool y romántico.
Dudo que él haya estado enamorado de mi o que siquiera se acuerde de mi existencia, pero en un lugar de mi memoria, entre lo real y lo idealizado, hoy habitan él y decenas de otros recuerdos de esos tiempos.
Eran los plenos ochentas, los años después de la muerte de John Lennon y antes de que la globalización se pusiera de moda. Donde los dulces americanos (y cigarros) se compraban con chiveras de contrabando y los calentadores fosforescentes eran una manera aceptada de salir a la calle.
La década de las grandes discotecas, las bandas de rock pesado y el nacimiento de MTV, cuando “sexo seguro” implicaba, simplemente, que no te cacharan tus papás.
Así como hay cosas de los ochentas que uno quisiera borrar de la memoria (¡¿soñaba con Hugo Sánchez!), las noches ochenteras son algo que quedó indeleble en la memoria de todos los que las vivimos.
Y no, no es la nostalgia hablando.
Estoy segura que los jóvenes de los 60s hablan con añoranza de Woodstock, los de los 70s del movimiento hippie, los de los 90s y 2000s del desmadre postmoderno… pero los 80s, particularmente sus noches, siguen teniendo un aire inolvidable, inconfundible e incomparable.
Un aire del que, a mis 50, a veces me regresa el aroma.
Los jóvenes queríamos comernos al mundo (y la una al otro) pero éramos un poco más inocentes.
Vivíamos con pocos temores y con grandes rolas, disfrutando cada minuto al máximo sin pensar que existían consecuencias.
Nadie grababa tus hazañas y desmanes con el celular, moverse por la ciudad era fácil y relativamente seguro y las crisis parecían no existir. Los amigos jamás te dejaban en medio de una borrachera y la dinámica del coqueteo era menos complicada.
Como bien cantaba Meatloaf: We were going nowhere fast.
Los ochentas fueron los años de las grandes discotecas: el Vog, el Magic, los dos News, el Jubilee, el Bandasha y el Quetzal.
“Ir a bailar” era un ritual: Llegabas temprano al lugar siempre en pareja o en grupo mixto porque era raro (casi impensable) que las niñas-bien salieran solas y de noche.
Lidiabas con el cadenero (somos dos parejas), de quien siempre era bueno ser amiga y después, por tu amistad con los meseros, esperabas obtener una mesa lo más cerca de la pista posible para demostrar tu status- nocturno.
No nos había alcanzado la moda del tequila, del mezcal o del gin. Lo de rigor era pedir una botella de Ron para la mesa (dios santo la cruda del día después), para hacer Cubas o Sidral con Añejo.
Las primeras horas de la noche te la pasabas platicando en la mesa o ligando por los pasillos… todavía se podía fumar y, evidentemente, no había estrategia de ligue más socorrida que pedirle un cigarro a ese extraño que querías dejara de serlo.
Por eso empecé a fumar. Por ligar.
En las discotecas todos esperábamos ansiosamente el momento en que “abriera la pista”.
A media noche, se apagaban la música y las luces, y una total calma y silencio invadían, por unos segundos, el lugar.
El corazón, así lo hubiera vivido mil veces, se te salía del pecho latiendo con anticipación…Y de pronto el estruendo de la primera nota de Carmina Burana a todo volumen(o Big in Japan o Bohemian Raphsody) y la aparición de los haces de luz enloquecidos que te mareaban y excitaban al mismo tiempo.
En ese momento empezaba la noche. Las noches de posibilidades infinitas.
Íbamos a bailar para realmente bailar. Con pasos simétricos y balanceados sobre la pista iluminada o con movimientos enloquecidos sobre las jaulas o tarimas que la rodeaban. Alguno que otro “valiente” (o tomado) intentaba copiar a Footloose o hacer el Moonwalk de Michael Jackson, generalmente fallando vergonzosamente para placer y risa de sus amigos y la vergüenza de su novia.
En esos tiempos era responsabilidad exclusiva del macho, vestido a lo Miami Vice con Top Siders sin calcetines, invitar a la pista a bailar a la hembra que quería conquistar, quien seguramente tenía el pelo largo y alborotado con crepé, los ojos muy maquillados y vestía, según su grado de liberalidad, a lo puritano-chic como Debbie Gibson o a lo wannabe como Madona.
Las canciones calmaditas, bien entrada la madrugada, se bailaban abrazados, medio fresa o medio no dependiendo de cuánto hubieras bebido durante la noche o cuánto te quisieras destrampar.
Y si necesitas hablar a tu casa, a decir que ibas tarde, no existían ni remotamente teléfonos celulares; tenías que ir al guardaropa a que te prestaran la línea fija. Sí ma, estoy bien, estoy en casa de una amiga, no se porque oyes tanto ruido (Quiet Riot a todo volumen) ¿puedo llegar después de la 1 am?
Si querías música en vivo, EL Lugar (con mayúscula) era el Sugar de la Zona Rosa. Donde el grupo Okey cantaba covers de la música de moda y, acababa siempre, con su canción original (creo que la única que ellos compusieron), “Aventura”… fui una aventura más en ti, un juego fácil por vivir, sólo fingiste amor mientras yo confiaba en ti… que la mitad del público coreaba hasta quedar ronco y la otra mitad, aprovechaba para besarse hasta quedar mudo.
También nos encantaban los videobares, después de todo era la época en donde Video Killed the Radio Star. Donde los videos musicales anonadaban a todos. Viste ya el nuevo video de A-ha, el de los cantantes en caricatura.
En el Bar Bar (sí, ese Bar Bar en sus buenos años) recibíamos, a través de las pantallas gigantes y televisiones apiladas, nuestra dosis necesaria de música hecha imagen (casi nadie tenía canales de videomúsica en casa ni hablar de spotify o youtube). Jump… Take on Me… Like a Virgin… Sledgehammer… y el interminable video de Thriller de 14 minutos de duración. Todos nos los sabíamos, todos nos encantaban y todos nos daban cuerda para prolongar la noche y ver/escuchar otro y otro y otro más.
Las noches más alternativas eran en la Cucaracha tomando Cucarachas (la mítica bebida flameada de tequila con Kalhua) que te dejaban, propiamente, como Cucaracha.
O en Danzoo o en Danceterías o en Rock Stock, en dónde la música era más pesada y el ambiente más liviano y podías ser, o por lo menos pretender, un poco menos fresa y aprovechar la barra libre (pretextando, desde entonces, el efecto del éter en los hielos) y cambiábamos el deber ser por el gozar ser.
Y para recibir la mañana todavía era chido y seguro ir a Garibaldi, abrazarse con los Mariachis y cantar a todo pulmón.
Porque a pesar de haber viajado por el mundo exterior con el “America’s top 40”, a esa hora nos ganaba el amor a México y el nacionalismo-etílico y entonábamos a todo pulmón lo que esas noches nos hacían sentir, lo que el recuerdo de esas noches aun me hace sentir: “sigo siendo el rey”.
recordar es vivir!..que si viviamos!!!!
Fue muy divertido recordar con tu relato. Gracias!